miércoles, 22 de mayo de 2013

"De una cultura de vergüenza a una cultura de culpabilidad"



Terrible cosa es caer en manos del Dios vivo

Cuando pasamos de Homero, a la literatura fragmentaria de la Época Arcaica, y a aquellos autores de la Época Clásica que conservan todavía la actitud arcaica, como Píndaro y Sófocles y en mayor medida Heródoto, una de las cosas que más nos sorprender es la conciencia más viva de la inseguridad humana y de la condición desvalida del hombre amhcania. En el sentido de que hay un Poder y una Sabiduría dominantes, que perpetuamente mantienen al hombre abatido y le impiden remontar su condición. Es el sentimiento que Heródoto expresa diciendo que la divinidad es siempre “Celosa y perturbadora”. ¿Cómo podría ese Poder dominante tener celos de algo tan pobre como el hombre? La idea es más bien que a los dioses les duele todo éxito, toda felicidad que pudiera por un momento elevar nuestra mortalidad por encima de su condición mortal, invadiendo así su prerrogativa. Tales ideas no eran, desde luego, completamente nuevas. En el Canto XXIV de la Ilíada, Aquiles pronuncia la trágica moraleja de todo el poema: “Porque los dioses han tejido el hilo de la desgracia humana de tal suerte que la vida del Hombre tiene que ser dolor, mientras ellos viven exentos de cuidado”.

Lo que encontramos en la Época Arcaica no es una creencia diferente, sino una reacción emocional distinta ante la antigua creencia. Teognis: “Ningún hombre, es responsable de su propia ruina o de su propio éxito: etas dos cosas son don de los dioses. Ningún hombre puede llevar a cabo una acción y saber si su resultado será bueno o malo… La humanidad, completamente ciega, sigue sus fútiles costumbres; pero los dioses lo encomiendan todo al cumplimiento que ellos han proyectado”. La doctrina de a dependencia indefensa del hombre respecto al Poder arbitrario, no es nueva; pero hay un acento nuevo de desesperación, en la futilidad de los propósitos humanos. Aproximadamente lo mismo ocurre con la idea de phthomos o envidia de los dioses. La noción de que el éxito excesivo incurre en un riesgo sobrenatural, especialmente si uno se gloría de él, ha surgido independientemente en muchas culturas diferentes, y tiene hondas raíces en la naturaleza humana.

Sólo a fines de la Época Arcaica y a principios de la Época Clásica se convierte en idea de phthomos en una amenaza opresiva, en fuente o expresión de una angustia religiosa. Para Heródoto, la historia está ultradeterminada. Los autores de esta época moralizan a veces, aunque siempre, el phthomos, interpretándolo como némesis, “justa indignación”. Entre la ofensa primitiva del éxito excesivo y su castigo por la deidad celosa se inserta un eslabón moral: se dice que el éxito produce koros, que, a su vez engendra hybris, arrogancia de palabra, o aun de pensamiento. Vemos cómo toda manifestación de triunfo suscita angustiosos sentimientos se culpa: la hybris se ha convertido en el “mal primario”, el pecado cuya paga es la muerte.

La moralización del phthomos nos lleva a un segundo rasgo característico del pensamiento religioso arcaico: la tendencia a transformar lo sobrenatural en general, y a Zeus en particular, en un agente de justicia. La religión y la moral no fueron inicialmente independientes, la religión brota de la relación del hombre con su ambiente total, y la moral de la relación del hombre con sus semejantes. Pero más tarde o más temprano viene, en la mayor parte de las culturas, un tiempo de sufrimiento en que la mayor parte de los hombre se niega a contentarse con el parecer de Aquiles de que “Dios estás en su cielo, todo va mal en el mundo”. En la épica griega no se ha llegado todavía a este estadio, pero podemos observar señales, cada vez más fuertes, de su aproximación. Los dioses se la Ilíada se interesan primariamente por su propio honor. Hablar a la ligera de un dios, descuidar su culto y tratar mal a un sacerdote, todo esto, comprensiblemente, los enoja.

En la Odisea, sus intereses son manifiestamente más amplios: no sólo protege a los suplicantes, sino que “todos los extranjeros y mendigos son de Zeus”, empieza a vislumbrase el vengador hesiódico de los pobres y oprimidos. Además, el Zeus de la Odisea está volviéndose sensible a la crítica moral: los hombres, siempre están sacando falta a los dioses, “porque dicen que sus dificultades les vienen de nosotros, cuando son ellos con sus propias acciones los que se acarrean más dificultades de las necesarias”. Los estudios posteriores de la educación moral de Zeus pueden estudiarse en Hesíodo, en Solón, en Esquilo: pero aquí no podemos seguir su proceso en detalles.

Mencionar una complicación que tuvo consecuencias históricas de largo alcance. Los griegos no eran tan poco realistas como para ocultarse a sí mismos el hecho de que los malos florecen como el laurel. Era bastante fácil vincular la justicia en una obra de ficción como la Odisea. En la vida real, la cosa no era tan fácil. En la Edad Arcaica para sostener la creencia de que efectivamente había justicia, era necesario deshacerse del límite temporal establecido por la muerte, podría decirse una de estas dos cosas: que el pecador que salía con éxito en su vida sería castigado en sus descendientes, o que pagaría su deuda personalmente en otra vida.

La segunda de estas soluciones no surgió, como doctrina de aplicación general, hasta finales de la Época Arcaica. La otra es la doctrina arcaica característica: es la enseñanza de Hesíodo, de Solón y de Teognis, de Esquilo y de Herodoto. No se dejó de ver que implicaba el sufrimiento de los moralmente inocentes: Solón habla de las víctimas hereditarias de la némesis como “no responsables”. El que estos hombres aceptaran, a pesar de todo, la idea de la culpa hereditaria y del castigo diferido, se debe a la creencia en la solidaridad de la familia, que la Grecia arcaica compartió con otras sociedades antiguas, y con muchas culturas primitivas de hoy. Podría ser injusto, pero a ellos les parecía una ley de la naturaleza que había que aceptar.

Una nueva visión de lo individual de la persona, con derechos personales y responsabilidades personales acabó por surgir, al fin, en el derecho ático profano. La liberación del individuo de los lazos de la tribu y la familia es uno de los más importantes logros del nacionalismo griego. Y el mérito de ella debe atribuirse a la democracia ateniense. Pero después de completada esta liberación en el derecho, el fantasma de la antigua solidaridad siguió atormentando durante mucho tiempo a las mentes religiosas. Vemos por Platón que en el siglo IV se señala todavía con el dedo al hombre ensombrecido por la culpa hereditaria.

Volviendo a la Época Arcaica, fue asimismo desafortunado el que las funciones asignadas a lo Sobrenatural moralizado fueran predominantemente, sino exclusivamente, penales, se habla relativamente poco de las recompensas reservadas a la virtud y se hace un énfasis en las penas y sanciones. Además, la ley divina, como la ley humana primitiva, no tiene para nada en cuenta los motivos, y no hace concesión alguna a la debilidad humana; carece de la calidad humana que los griegos llamaban epieikeia o jilaqrwpia. el dicho proverbial, popular en esta época, de que “la justicia abarca todas las virtudes” se aplica tanto a os dioses como a los hombres: en unos y otros había poco lugar para la compasión. No era así en la Ilíada: allí Zeus compadece, pero al convertirse en la personificación de la justicia cósmica, Zeus perdió su humanidad. De aquí que la religión olímpica en su forma moralizada tendiera a convertirse en una religión de temor

Esto nos trae al último rasgo de carácter general: el temor universal de contaminación, míasma, y su correlato, el deseo universal de purificación ritual kátharsis. La diferencia entre Homero y la Época Arcaica es relativa, porque es un error negar que en ambos poemas se practica un cierto mínimo de Kátharsis, va desde las sencillas purificaciones homéricas, ejecutadas por los laicos, a los kathartaí profesionales de la Época Arcaica.

No hay indicio alguno en Homero de la creencia d que la contaminación era infecciosa ni hereditaria. Para la Época Arcaica tiene estos dos caracteres, y de ahí el temor que infunde: porque ¿Cómo puede un hombre estar seguro de que no ha contraído ese horrible mal en un contacto causal, o de que no ha heredado del delito olvidado de algún antepasado remoto? Tales inquietudes resultaban tanto más angustiosas por su misma vaguedad, por la imposibilidad de asignarlas a una causa que pudiera conocerse y remediarse. Es probablemente un escaso de simplificación al ver en estas creencias el origen del sentimiento arcaico de culpabilidad; pero no cabe duda de que lo expresaban, lo mismo que el sentimiento de culpabilidad de un cristiano puede hallar expresión en el temor obsesionante de caer en pecado moral. La diferencia entre las dos situaciones es, desde luego, que el pecado es una condición de voluntad, una enfermedad de la condición íntima del hombre, mientras que la contaminación es la consecuencia automática de una acción, pertenece al mundo de los acontecimientos externos. El sentimiento arcaico de culpabilidad se convierte en sentimiento de pecado sólo con resultado de la “interiorización” de la conciencia, fenómeno que aparece tardía e inciertamente en el mundo helénico y que no se generaliza hasta mucho después de haber empezado el derecho profano a reconocer la importancia del motivo. La transferencia de la noción de pureza de la esfera mágica a la moral fue una evolución igualmente tardía.

En la antigua palabra agoV estaban fundidas, ya en fecha muy primitiva, las ideas de contaminación, maldición y pecado. Y mientras con frecuencia la Kátharsis de la Edad Arcaica no era más que el cumplimiento mecánico de una obligación ritual, una purificación automática, que pudo pasar, por gradaciones imperceptibles, a la idea más profunda de expiación por el pecado.

Con respecto a la noción de intervención psíquica que ya hemos estudiado en Homero, y preguntarnos que papel desempeñó en el contexto religiosa, tan diferente, de la Época Arcaica. El modo más sencillo de responder a esta pregunta es examinar algunos empleos post-homéricos de la palabra ate y de la palabra daimon. Observaremos que en algunos aspectos la tradición épica se produce con notable fidelidad. Ate todavía representa el comportamiento irracional. Su sede sigue siendo el thymós o los pherenes y los agentes que lo producen vienen a ser los mismos que en Homero: en la mayor parte de los cosas un demonio, o dios, o dioses no identificados; algunas veces, como en Homero, la Erinia o Moira; en la Odisea, el vino.

Pero hay también cambios importantes. En primer lugar, muchas veces, la ate se moraliza, representándose como castigo; esto aparece sólo una vez en Homero, y después en Hesíodo, que hace de la ate la pena de la hybris. Como en otros castigos Sobrenaturales, recaerá sobre los descendientes del pecador si éste no paga la “mala deuda” durante su vida. Se aplica no sólo al estado de espíritu del pecador, sino a los desastres objetivos que resultan del mismo. Ate viene a adquirir así el sentido general de “ruina” en contraste con  kerdoV o swthria, la palabra se aplica también alunas veces a los instrumentos o personificaciones de la ira divina: así, el caballo troyano es una ate.

Distinta de esta evolución más vaga es la precisa interpretación teológica que hace de la ate no meramente un castigo que conduce a desastres físicos, sino un engaño deliberado que arrastra a la víctima a nuevos errores, intelectuales o morales, por los que no se precipita a su propia ruina: hay una insinuación de ella en Ilíada 9, pero ni Homero ni en Hesíodo encontramos una exposición general de esta doctrina. El orador Licurgo la atribuye a “ciertos poetas antiguos” sin identificarlos, y cita un pasaje de uno de ellos: 

“cuando la cólera de los demonios quiere hacer daño a un hombre, lo primero que hace es quitar de su mente el buen entendimiento y entregarle al pero juicio, de modo que puede darse cuenta en sus propios errores”.

Que en la Época Arcaica se temía realmente a tales espíritus malignos lo atestiguan también las palabras del Mensajero en Los Persas, donde Jerjes había sido tentado por un “alástor o demonio maligno”. Lo demoniaco, diferenciado de lo divino, ha desempeñado en todas las épocas un papel importante en la creencia popular de los griegos. Los hombres de la Odisea, atribuyen muchos acontecimientos de su vida a la actuación d demonios anónimos. Pero en la época que media entre la Odisea y la Orestíada, los demonios parecen acercarse más: se hacen más persistentes, más insidiosos, más siniestros. Teognis y sus contemporáneos sí toman en serio el demonio que tienta al hombre a ate. Y esta creencia siguió viviendo en la mente popular hasta mucho después de los días de Esquilo. Todavía en el año 330, el orador Esquines pudo sugerir, aunque con un cauto “quizás”, que un cierto individuo más educado, que interrumpió su discurso, fue quizá movido a este comportamiento impropio por “algo demoníaco”. Íntimamente emparentados con este agente de la ate están los impulsos irracionales que surgen en el hombre contra su voluntad para tentarle.

Pertenecen a un tipo diferente los demonios proyectados por una situación humana especial. Como ha dicho el profesor Frankfort refiriéndose a otros pueblos antiguos: “los espíritus malos no son con frecuencia otra cosa que el mal mismo concebido como sustancial y equipado de poder”. Son éstas fuerzas poderosas frente a las cuales el hombre se siente indefenso, y la deidad es poder. Así, el poder y la presión persistente de una contaminación hereditaria puede tomar la forma de daimwn gennhV. Un tercer tipo de demonio que hace su aparición en la época arcaica es el que se liga a un individuo determinado. Lo encontramos por primera vez en Hesíodo y Focílides. Representa la Moira individual o el destino de que habla Homero.

Con frecuencia aparece otra cosa la “suerte” o la fortuna del hombre; pero esta suerte no se concibe como un accidente externo; es tan parte de las dotes naturales de un hombre como su hermosura o su talento. En la suerte que corrieron los grandes reyes y generales, Heródoto no ve ni un accidente externo ni una consecuencia de su carácter, sino “lo que tenía que ser”. Píndaro reconcilia piadosamente este fatalismo popular con la voluntad de Dios: “el gran propósito de Zeus dirige al demonio de los hombre a quienes ama” más tarde Platón, recoge y transforma por completo: el demonio viene a ser una especie de elevado espíritu-guía, o de súper-ego freudiano.  Con este atuendo glorificado, hecho moral y filosóficamente respetable, el demonio individual disfrutó de un nuevo plazo de vida en las páginas de los estoicos y de los neoplatónicos, y hasta de los autores cristianos de la Edad Media.

¿Cómo hemos de concebir la relación entre la “cultura de culpa”, y la “cultura de vergüenza? ¿Qué fuerzas históricas determinaron la diferencia entre ambas? ¿es posible hacer alguna conjetura sobre las causas de esta diferencia? No podemos esperar hallar una respuesta simple y única a tal pregunta. En primer lugar, no nos las hacemos con una evolución histórica continua que haya ido transformando gradualmente un tipo de actitud religiosa en el otro. Pero hay buenas razones para suponer que los poetas épicos hicieron caso omiso de muchas creencias y prácticas que existían en sus días pero no eran del agrado de sus patronos, o las redujeron a su mínima expresión. Estos nos dan, una selección de la creencia tradicional. No obstante, que de un residuo importante de diferencias que parecen representar, no selecciones diferentes de una cultura común, sino genuinos cambios culturales. Es verdad que las ideas de contaminación, de purificación y de phthomos divino pueden bien formar parte del primitivo legado indo-europeo. Pero fue la época arcaica, la que hizo de la purificación uno de los intereses principales de su máxima institución religiosa, el Oráculo de Delos; y la engrandeció la importancia del phthomos hasta el punto de que llegó a ser para Herodoto el diseño oculto tras la trama de la historia.

No hay duda de que las condiciones sociales generales explican mucho. En la Grecia Continental, la época arcaica fue un tiempo de extrema inseguridad personal. Los diminutos estados con exceso de población, con miserias y un empobrecimiento que había dejado tras de sí las invasiones dorias, la gran crisis económica del siglo VII arruinó clases enteras, y fue seguida, a su vez, por los grandes conflictos políticos del VI que intervinieron la crisis económica en asesina lucha de clases. Es muy posible que el solevantamiento de estratos sociales que resultó de esta; favoreció la reaparición de esquemas culturales que el común de la población nunca había olvidado del todo. Además, la inseguridad de las condiciones de vida pudo alterar el desarrollo de una creencia en los demonios funda en el sentimiento de una dependencia indefensa del hombre respecto de un Poder arbitrario; y esta creencia pudo estimular, a su vez, a recurrir a procedimientos mágicos.

Es así mismo probable, que en mente de otro tipo de experiencia prolongada de la injusticia humana pudiera dar origen a la creencia compensatoria de que hay justicia en el cielo. Con estas generalidades sin riesgos suelen contentarse los eruditos, pero estas ideas deben de ser suplantadas por otro modelo de enfocar la cuestión que consistirá en comenzar, no por la sociedad en sentido amplio, sino por la familia. La familia fue la piedra angular de la estructura social arcaica, la primera unidad organizada, el primer ámbito de la ley. Su organización, como en todas las sociedades indo-europeas, era patriarcal. El cabeza de una casa era su rey. Sobre sus hijos, su autoridad es, en los tiempos primitivos, ilimitada. Respecto de su padre el hijo tenía deberes pero no derechos; mientras vivía el padre el hijo era perpetuo menor, estado de cosas que duró en Atenas hasta el siglo VI, en que Solón introdujo ciertas garantías legales. Pero en el relajamiento del lazo familiar, con la reclamación creciente, por parte del individuo, de derechos personales y de responsabilidad personal, es de suponer que se desarrollaron estas tensiones internas que han caracterizado desde tanto tiempo la vida familiar de las sociedades de Occidente. Que estas tensiones habían empezado a mostrarse abiertamente en el siglo VI podemos inferirlo de la intervención legislativa. Al surgir el movimiento sofístico, el conflicto se hizo, en muchas familias, plenamente consiente: los jóvenes empezaron a pretender que tenían un “derecho natural” a obedecer a sus padres. Pero es lógico conjeturar que tales conflictos existían ya, en el nivel inconsciente, desde una época mucho más temprana.

Los psicólogos nos han enseñado que poderosa fuente de sentimientos de culpa es la represión de deseos no reconocidos. Pueden producir en el yo un sentimiento profundo de desazón moral. Esta desazón toma con frecuencia hoy día forma religiosa, y si en la Grecia arcaica existió un sentimiento semejante, esa sería la forma que habría revestido. Porque, en primer lugar, el padre humano tenía desde los tiempo es más primitivos su contrapartida celeste; Zeus pater pertenece a la herencia indo-europea. En el culto también aparece Zeus como una Cabeza de Familia sobrenatural. Era natural proyectar sobre el Padre celestial aquellos extraños sentimientos contradictorios respecto al padre humano que el hijo no se atrevía ni a confesarse a sí mismo. Esto explicaría muy apropiadamente por qué en la Época Arcaica Zeus aparece alternativamente como la fuente inescrutable de dones tanto bueno como malo; como el dios envidioso que regatea a sus hijos el deseo de su corazón; y, finalmente, como juez de tremenda majestad, justo pero severo, que castiga inexorablemente el pecado capital de afirmación del yo, el pecado de hybris.

Y en segundo lugar, la herencia cultural que la Grecia arcaica compartía con Italia y con la India, incluía un conjunto de ideas sobre la impureza ritual que suministraban una explicación natural de los sentimientos de culpabilidad engendrados por deseos reprimidos. El griego arcaico que sufría de tales sentimientos podía darles forma concreta diciéndose así mismo que debía haber estado en contacto con un míasma, o que había heredado su carga del delito religioso de un antepasado. Y, lo que era más importante, podía liberarse de ellos sometiéndose a un ritual catártico.

¿No tenemos aquí la posible clave del papel desempeñado en la cultura griega por la idea de la Kátharsis y del desarrollo gradual, partiendo de estas, por un lado de las nociones de pecado y de expiación y, por otro, de la purificación psicológica de Aristóteles, que nos libra de los sentimientos deseables mediante la contemplación de la proyección de los mismo en una obra de arte?

E.R. Dodds. Los griegos y lo irracional. Capitulo II
 Estefanía Arce Carrión



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